Después de la semana santa más anodina de mi existencia, recupero la normalidad, si es que mi forma de vida actual puede describirse como algo normal. La verdad es que añoro la rutina, aunque solo sea en uno de los apartados, porque hoy por hoy la única monotonía está en que sé seguro (y a veces no tanto) que me levantaré y me acostaré cada día. Ni siquiera los funcionariados me ayudan a establecer pautas, ya que cambiaron la fecha de ingreso de mi madre del jueves al sábado, con lo que, si ya me esperaban unas fiestas descafeinadas, acabaron de joderme la pascua (literalmente) al verme obligada a quedarme aquí. Tal vez no deberíamos hacer planes con tanta antelación, como dice el amigo de Blanca, y tal vez él no sea tan cenizo como yo creo, aunque es dudoso.
Dos días seguidos de migraña tampoco es que contribuyan demasiado a andar por ahí dando saltitos mientras canturreas que te sientes flex, más bien lo que haces es pasarte las horas tumbada en el flex o pikolin intentando digerir la fotofobia y esperando que ningún sonido estridente penetre por las cuatro paredes entre las que te has encerrado. Pero como la vida de justa no tiene nada, a pesar de esa cabeza loca, he tenido que salir a la calle. Qué era tan importante como para encasquetarme las gafas de sol, empastillarme hasta las cejas y realizar semejante esfuerzo? Ir a buscar la mona. Si, queridos míos, todavía tengo el placer, a mi edad, de que me regalen la mona de pascua. Por favor, ahorradme chistes fáciles que no tendrán ninguna gracia.
No estoy como para pensar mucho, así que os dejo con el acompañamiento perfecto.
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